EE UU confía en que la liberalización económica y los contactos personales transformen la isla
Un presidente de Estados Unidos puso este domingo pie en Cuba por primera vez en 88 años. Barack Obama, que en 2008 ganó las elecciones con la promesa de dialogar con países enemigos, aterrizó poco después de las nueve de la noche en el aeropuerto José Martí de La Habana. Obama no llega para pedirle al líder cubano, Raúl Castro, un cambio político en uno de los regímenes autoritarios más longevos. Tampoco se le recibe con hostilidad: al contrario. En la isla caribeña, uno de los pocos reductos de la obamamanía, el presidente estadounidense quiere afianzar el acercamiento entre ambos países.
Hasta hace unos meses, la posibilidad de que un presidente de EE UU entrase triunfal en La Habana entraba en la categoría de las peores pesadillas del castrismo. El apellido Castro provocaba en Washington y Miami —sede del exilio— urticaria, e imaginar a un presidente visitando a un Castro en el Palacio de Revolución de La Habana parecía pura política ficción.
La visita, de 48 horas, culmina un año en que Obama y Castro —un afroamericano nacido en 1961, cuando la revolución cubana tenía dos años, y un viejo revolucionario y militar nacido en 1931— han puesto fin a más de medio siglo de guerra fría. En poco más de un año, EE UU y Cuba han reabierto sus embajadas y Washington ha relajado las condiciones para hacer negocios y viajar a Cuba. El deshielo se ha acelerado tanto que, lo que parecía inimaginable hace un año y medio, como es ver a un presidente estadounidense paseando por La Habana, se antoja natural. La anomalía parece hoy la obstinación durante 55 años en una política de confrontación que mantuvieron diez presidentes sin lograr desalojar a los Castro del poder.
La visita incluye, además del discurso y una reunión el lunes con Raúl Castro (no con su hermano Fidel), encuentros con empresarios y disidentes, y la asistencia a un partido de béisbol. Le acompaña la familia al completo: la primera dama, Michelle, sus hijas Sasha y Malia, y su suegra, Marian Robinson.
“Para los cubanos, la visita del presidente es una validación de la revolución”, dice Peter Kornbluh, coautor de Diplomacia encubierta con Cuba, una historia de las negociaciones secretas entre Washington y La Habana. En su última edición, el libro incluye el relato más detallado de las conversaciones que llevaron al anuncio, el 17 de diciembre de 2014, por parte de Obama y Castro, del restablecimiento de las relaciones.
“El punto de vista de Estados Unidos”, sigue Kornbluh, “es el siguiente: crearemos puentes culturales, económicos, políticos entre ambas sociedades. Y por estos puentes cruzará la enorme influencia del sistema estadounidense”.
Aplicada a Cuba, la doctrina de Obama en la política exterior reza que el cambio político —la democracia, el pluripartidismo, la libertad de prensa— no llegará impuesto desde fuera, ni mucho menos a la fuerza. Obama no busca el cambio de régimen: ni aquí ni en Irán. La idea es que, mejorando las vidas de los cubanos de a pie, el país acabará transformándose. Cuantos más turistas y estudiantes visiten la isla, y cuanto más negocien entre ellos cubanos y estadounidenses, más cerca estarán de la democratización.
El martes, en el discurso central de la visita, Obama dejará claro que corresponde al pueblo cubano —no a EE UU, ni a nadie más— decidir su futuro. Pero no callará su opinión. “Al pueblo cubano, como a los pueblos de todo el mundo, las cosas le van mejor con una democracia genuina en la que sea libre de elegir a sus líderes, expresar sus ideas y practicar su fe”, adelantó hace unos días en Washington Susan Rice, consejera de seguridad nacional de la Casa Blanca. “Estados Unidos seguirá promoviendo los derechos humanos para todas las personas, en cualquier lugar, incluida Cuba”.
En diciembre, Obama dijo que carecía de sentido visitar Cuba si no había avances palpables en derechos humanos. Estos avances no son visibles y, sin embargo, Obama viaja a la isla.
“Evidentemente, cambió de criterio”, dice el profesor Jorge Domínguez, de Harvard. “En vez de decir: ‘Voy a esperar a que sean palpables los avances en derechos humanos’, mi impresión es que él se ha dicho a sí mismo: ‘Dispongo de poco tiempo. Y si quiero que ocurran cambios en Cuba, tengo que ir a ver a Raúl Castro y decirle: ‘Oye, ¿qué pasa? Yo sólo no puedo hacer esto’’”. Cuando faltan diez meses para que un nuevo presidente le releve en la Casa Blanca, un presidente que podría deshacer los avances del último año, Obama quiere que el deshielo sea irreversible.
“Un presidente republicano podría dar marcha atrás si quisiera”, dice Elliott Abrams, veterano de la Administración Bush y uno de los referentes del movimiento neoconservador. “Mi principal objeción a la política de Obama es que, al contrario que en el caso de Birmania, donde planteamos demandas antes de levantar las sanciones, a Castro se lo hemos dado todo a cambio de nada. Los derechos humanos están peor hoy en Cuba que hace un año”.
Abrams cree erróneas las analogías de viaje de Obama a Cuba con el del presidente Richard Nixon a China en 1972 o el de Bill Clinton a Vietnam en 2000. “En Vietnam tuvimos una guerra con 50.000 muertos. China, a fin de cuentas, es una gran potencia. Cuba es pequeña, con una economía pequeña. Creo que, para Obama, se trata sobre todo de un viaje vanidoso: se reunirá con Castro y a la prensa le encantará, pero los efectos serán muy reducidos”.